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Mostrando entradas de 2015

Viaje a lo remoto: sensación de retorno.

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¡Sensación de retorno! Pero, ¿de dónde, de dónde? Allí estuvimos, sí juntos. Para encontrarnos ese día tan claro las presencias de siempre no bastaban. (...) Mi mirada sentía paraísos guardados más allá, virginales jardines donde con esta luz de que disponíamos no se podía entrar. Por eso nos marchamos. Se deshizo el abrazo, se apartaron los ojos, dejaron de mirarse para buscar el mundo donde nos encontráramos. Y ha sido allí, sí allí. Nos hemos encontrado allí (*).   Hay viajes, como el que sugiere el poema, que son a la vez de ida y de retorno . De ida porque, cuando lo emprendes, la senda a recorrer es aún incierta y resuena el latido de la aventura, de la exploración, de la conquista.  De retorno, porque a medida que caminas, sientes que no estás yendo, sino volviendo. Que tu destino te es, de repente, conocido, que una parte de ti sabe que tu viaje es en realidad sólo una vuelta a casa . De estas travesías de ida y vuelta i

La fraternidad del cuervo

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"Los cuervos aprenden de la muerte" , reza un inquietante titular publicado en la prensa de esta semana. Los cuervos aprenden de la muerte -El País- Si no fuera porque aparece en la sección de etología y porque, al parecer, resume un exhaustivo estudio científico, diría que es poesía.  Resulta que los cuervos extraen lecciones de la muerte de sus semejantes. Se unen en torno al individuo caído, aún caliente, lo rodean y graznan juntos. Aparentemente, un gran réquiem fraternal. Pero no se trata de un ritual funerario. No es al compañero muerto al que honran con su canto, sino a la supervivencia de su propia especie (como si la "especie" fuera un único individuo, universal y eterno... como si la parte adquiriera una preclara y repentina conciencia del todo ... Perpetuar el molde, ese antojo evolutivo ).  Es su vida y la de sus compatriotas las que los cuervos tratan de proteger con esta ceremonia. Ellos cantan y la letra dice así:  "Uno de lo

Viejos sitios donde amar la vida

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Dice la "Canción de las simples cosas"*   Video "La canción de las simples cosas"   (que es a la vez un poema, un tango y una copla otoñal en la voz de Martirio y una cicatriz en la de Chavela) que "uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida" . Y es verdad. Es difícil escribir sobre el pasado (la niñez, la primera juventud, ese tiempo extraño de metamorfosis) sin caer en lo cursi y lo manido. Sólo diré que pasé quince años de mi vida en este lugar de piedra, ladrillo y hierro forjado, un poco anacrónico, como varado en el tiempo, y que allí fui inmensamente feliz.  Ese “viejo sitio”, al que tantas generaciones de niños hemos llamado "colegio" ha sido testigo de varios capítulos de la historia reciente de nuestro país. En la primavera de  1896 , por encargo de unas religiosas francesas (a las que, por el color de su hábito, la gente llamaba no sin cierto afán tenebrista "las Damas Negras" ), se colocó la primera piedra

BLANCO NUCLEAR

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“M” es una mujer robusta que roza la cincuentena. Tiene las manos fibrosas (“confíen en mí, yo mujer fuerte, veinte anios soldadora en mi país”, dijo en su primera entrevista de trabajo) y un rostro de facciones severas pero hermosas. Toma café en una terraza del centro, mientras se deja envolver por el bullir palpitante de esta tarde de principios de abril en la que acaba de estallar la primavera. Ah, el ruido, el polen, la risa. “M” aspira ese aire delicioso y lo introduce en sus pulmones con determinación, como quien se detiene a repostar: “¡lleno, por favor!”. La alegría como combustible, como único truco de supervivencia. Mientras espera, ojea una oferta de blanqueamiento dental que ha recogido del buzón y la estudia escéptica.  En su país, los dientes blancos no son aún una necesidad. Allí nadie posa con esa sonrisa bobalicona que han popularizado las redes sociales -a unos porque internet les queda lejos, a otros porque lo que les queda lejos es sonreír-.  “M” se compr

Mujeres que esperan, mujeres que se quedan, mujeres que se van.

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PENÉLOPE Mujeres que esperan. Veinte años no son nada, debía de pensar Penélope, mientras intentaba ignorar el fluir de su sangre, el rastro de la aguja en la tela, el discurrir de un tiempo que, a diferencia de ella, no esperaba por nada ni por nadie. Como tantas historias, que terminan siempre con un hecho deslumbrante, con una última escena lo suficientemente rotunda para colmar ese ansia tan humana de poner un punto final a las cosas -cuando lo realmente interesante es lo que vendría justo después del punto-, la suya se detiene con el retorno de su hombre. Pero veinte años son demasiados incluso para una historia con final feliz, pues igual que uno no se baña nunca dos veces en el mismo río, ni Penélope ni Odiseo debían de ser ya, a esas alturas, los mismos felices recién casados que fueron. Qué pena, Homero, tan amante de las grandes gestas, que no nos contaras cómo terminó la aventura más grande a la que tuvo que enfrentarse tu héroe, la de reencontrarse con su vida... Qué