BLANCO NUCLEAR
“M” es una mujer robusta que
roza la cincuentena. Tiene las manos fibrosas (“confíen en mí, yo mujer fuerte,
veinte anios soldadora en mi país”,
dijo en su primera entrevista de trabajo) y un rostro de facciones severas pero
hermosas. Toma café en una terraza del centro, mientras se deja envolver por el
bullir palpitante de esta tarde de principios de abril en la que acaba de
estallar la primavera. Ah, el ruido, el polen, la risa. “M” aspira ese aire
delicioso y lo introduce en sus pulmones con determinación, como quien se
detiene a repostar: “¡lleno, por favor!”. La alegría como combustible, como único truco de supervivencia.
Mientras espera, ojea una
oferta de blanqueamiento dental que ha recogido del buzón y la estudia
escéptica. En su país, los dientes blancos no son aún una necesidad. Allí nadie
posa con esa sonrisa bobalicona que han popularizado las redes sociales -a unos porque internet les queda lejos, a otros porque lo que les queda lejos es sonreír-. “M” se compró una tablet con internet "dentro" con uno de sus primeros sueldos. Así puede hablar con su marido e hijos y, al menos, verlos en
fotos -fotos de rostros con bocas menos blancas y menos sonrientes que las
españolas-. Y pese a las ausencias, al pensar en sí misma -sentada en un café,
desprendiendo el mismo aroma floral que dejaba en casa la nieta de la señora
cuando iba a visitarla-, experimenta una embriagadora sensación de triunfo. La
tarjeta sanitaria en regla, su cuenta en Facebook, y el frasco de Issey Miyake
(de imitación) que atesora en su mesilla son para “M” la más certera definición
de progreso.
Una mujer rubia de mediana
edad llega al café y se sienta a su lado. Se saludan con familiaridad y
celebran la llegada del buen tiempo. Al rato, el semblante de ambas se
ensombrece. Brotan entonces las palabras que llevan minutos posponiendo: “dime cómo
fue el final. Dime si sufrió”. Al despedirse intercambian objetos -algunos documentos, joyas y medallitas con efigies religiosas -“mi madre
querría que lo tuvieras tú”. "M" no es católica, pero su fe ortodoxa digería sin ningún problema los retratos del papa o que San Antonio -"muy milagroso", a decir de la señora- presidiera la mesa camilla. "M" y la mujer rubia se dan un abrazo. Las dos tienen lágrimas en los
ojos.
“M” lleva diez años en España
dedicándose al cuidado de vidas que se apagan. Es una tarea solitaria, en la
que la enfermedad y la muerte andan siempre pisándote los talones. Pese a
todo, “M” la prefiere a la soldadura en Rumanía.
Cuando el camarero está ya
limpiando la mesa, “M” vuelve corriendo. Se ha olvidado el folleto del
blanqueamiento dental. Nunca se sabe…
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