FINISTERRE
No termina de llegar este año la primavera. Abril la está regando y acicalando sin prisa para que, cuando estemos ya a punto de perder toda esperanza, se nos aparezca tardía pero extasiante, como esas vírgenes barrocas que salen, al fin, en procesión tras la tormenta.
Dentro de unos días, como a la tierra, a mí también me nacerá una primavera. Me brotará de dentro, como un tallo que germina en un magma misterioso y que despuntará después, jugoso y fresco. Tendrá nombre de mujer. Mientras escribo estas líneas, la primavera aletea dentro de mí, anunciando su presencia de pétalos, abejas y pájaros, elixir condensado de vida. Fantaseo con que estos últimos fríos no han sido más que un guiño, un afán de sincronía: la tierra me espera para que nuestras primaveras lleguen la vez.
¡Pero yo nunca he parido una primavera! Tampoco un otoño de piel ocre y sabor a membrillo, ni un verano que oliera a espuma de ola y a cadencia pesante y calurosa de jazz -summertimes/ and the living is easy (...)-. Yo nunca he parido nada ni sé muy bien qué viene después del alumbramiento: en quién te conviertes tras la metamorfosis, cómo será la criatura recién ofrecida al mundo...
Por eso, en estos últimos días de espera, me siento como una peregrina rumbo a Finisterre, dirigiendo mis pasos, peligrosamente, al final del mundo conocido. El cabo como último reducto de tierra firme. Más allá, el abismo.
La hembra de mamífero que soy sabe que franquear esa frontera será un acto desintelectualizado y salvaje, donde el instinto prehistorico de la sabana resultará, seguro, más útil que los mapas y herramientas del peregrino. Camino, así, hacia Finisterre con la curiosidad y el temor a los que me condena mi cerebro de sapiens, pero también con el paso firme y decidido del animal que me habita.
En este final de travesía me divierto buscando estrellas, coincidencias y señales: mi madre sueña de repente con el fin del mundo, pero uno dulce y aceptado, que las familias esperan serenas, reunidas en torno a una taza de té con pastas; celebramos otro nacimiento, el de mi catedral favorita, a la que dieron a luz hace ya 800 años; me emociono oyendo a Tulsa cantar en directo Matxitxaco e invocando otro cabo mágico y otro suceso catárquico, aunque mucho más desolador -"tápate/ tápate/ tápate/ la cara mi amor/ no veas este horror (...)"-.
En la canción, Matxitxaco explota sin remedio bajo la mirada atónita y asombrada de los enamorados. Pero un poco más al oeste, Finisterre nos depara otro desenlace: termina sacudiéndose la negación del famoso "Non Plus Ultra", y así, de símbolo de un final, de un confín, de un límite, pasa a ser el epítome de un comienzo.
Finisterre es, en este cuento, mi primavera, mi mayo florido, un final que es en realidad un comienzo, una oda al amor, una vida abriéndose paso entre las aguas.
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Te deseo un comienzo en sintonia con el final, lúcida y poética mujer. Has conseguido emocionarme. Voy a escuchar la canción. Un beso muy grande
ResponderEliminar¡Seras testigo de todo! Nos veremos muy pronto las tres. Un beso enorme
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