Sunny Hill
Nos mudamos a la Calle Claudio
Monteverdi una mañana de marzo de hace 27 años. Recuerdo bien el mes, porque lo
primero que hice en la nueva habitación fue preparar mis invitaciones de cumpleaños.
La primavera se colaba tibia por la terraza, mientras yo
escribía los nombres de mis amigos en las tarjetas. Con muy buena
letra, para no estropear el instante, que ya presentía materia de recuerdo.
Montada en bici, fui
explorando todos los rincones de mi nuevo barrio, una urbanización recién construida
en la ladera de una montaña, de calles rectas, con nombres de músicos
renacentistas. Grandes casas de ladrillo con tejados verdes a dos aguas (las casas de los tejados verdes, como todavía
las llaman los taxistas). Árboles recién plantados, que, por aquellos años,
eran poco más que enclenques palitos, un poco ridículos en sus grandes
jardineras. El bosque, a pocos pasos. Canchas de baloncesto a estrenar.
Y escaleras, todo lleno de escaleras. Escaleras para ir de una calle a otra (de Claudio Monteverdi a Tomás Luis de Victoria, o de ésta a Juan del Enzina). Escaleras (147, las he contado) para bajar de la urbanización a la ciudad.
Y escaleras, todo lleno de escaleras. Escaleras para ir de una calle a otra (de Claudio Monteverdi a Tomás Luis de Victoria, o de ésta a Juan del Enzina). Escaleras (147, las he contado) para bajar de la urbanización a la ciudad.
Escaleras
(muchísimas) dentro de las casas, tan modernas, -“de cuarto de planta”-, según decían.
¿Cuántos pisos tiene tu casa nueva? Es que no tiene pisos –contestaba yo, con
un poco de afectación- es “de cuarto de planta”. Nunca he tenido demasiado
claro el concepto… La explicación que aun hoy sigo dando es que, para ir de una
habitación de la casa a cualquier otra siempre hay que subir o bajar alguna escalera.
La locura.
Clase media acomodada: médicos, enfermeras, profesores, empresarios. Niños con bicicletas y patines, perros lustrosos, coches y motos bien limpios en el porche. Y ahí, entre toda esa masa hegemónica de papás en la treintena, estaban ellos: mis vecinos. Una pareja de valientes que, con sesenta años, y mientras sus amigos se retiraban e instalaban en cómodos pisos, se mudaron al vecindario con las cuestas más salvajes de la ciudad.
Él, recientemente jubilado de su
trabajo una compañía de la luz (lo que explicaba, según mis padres, que el
farolillo de la entrada de su casa estuviera siempre encendido). Santi y Carmina se han dejado la luz de la calle encendida otra vez. - ¡Que no, que la dejan encendida adrede, para que la calle esté más iluminada! –decía mi padre-. Santi trabajó en Iberduero y tiene la luz gratis ya para siempre. Este "para siempre" me tenía alucinada...
Santi, rabo de lagartija, broma siempre a punto, risa fácil y franca, llave inglesa en mano (o destornillador de estrella, o hinchador de rueda de bicicleta, o gato hidráulico). Humor afilado, mirada limpia, aguda e inteligente. Una modernidad innata, nada impostada. Presto a la aventura, que siempre lo encontraba preparado.
Santi, rabo de lagartija, broma siempre a punto, risa fácil y franca, llave inglesa en mano (o destornillador de estrella, o hinchador de rueda de bicicleta, o gato hidráulico). Humor afilado, mirada limpia, aguda e inteligente. Una modernidad innata, nada impostada. Presto a la aventura, que siempre lo encontraba preparado.
Ella, profesora de arte en sus
últimos años de ejercicio. Culta, inteligente, extrovertida. Cariñosa,
generosa, original siempre. Elegante, llena de color, complementos y brillos.
Bella como pocas. Madre de cuatro hijos, coqueta, atrevida. Amante de los
animales. Aún recuerdo sus últimos compañeros, la perrita Bona, a la que mi madre
administró más de un Trankimazin clandestino, y, ya al final, una gatita a la
que ella insistía en llamar “perro”.
Podría contar tantas aventuras… A
Santi, en realidad, lo conocí años antes, cuando ya prejubilado, pero aun joven
(siempre lo fue) nos enseñaba a nadar en los cursillos de verano que organizaba
la “Deportiva Militar”. Los cursos de natación eran a primera hora de la mañana
en “la Cubito”, una piscina rodeada de árboles cuyas aguas nunca calentaba el
sol. Los niños salíamos de allí amoratados de frío, corriendo hasta nuestros padres, que nos esperaban para envolvernos en las toallas salvadoras. Santi nos
ayudaba a perder el miedo al agua (a veces con métodos poco ortodoxos, como
empujarnos a la piscina por sorpresa o hacernos ahogadillas), nos hacía reír y
nos enseñaba técnica de brazos y piernas. Nos tenía toda la clase en
movimiento, supongo que para que no acabáramos congelados, inmóviles como
insectos disecados en esa masa de agua glacial.
Santi y Carmina empezaron a hacer
deporte cuando nadie lo practicaba. Santi hacía de todo: natación, tenis,
bicicleta, ¡hasta tai-chi! Antes y después de su infarto. Ambos esquiaron hasta
casi el final de sus días. Viajaban hasta las pistas en caravana, a veces
con sus hijos, a veces solos. A Santi le gustaba la velocidad. Los últimos
inviernos, se escapaba en la moto con su hijo pequeño. Iban los dos juntos, el
hijo al volante y el padre de “paquete”. Conducían hasta algún pueblo de la
provincia, no muy lejos, para que Carmina no se diera cuenta, disimulando a la
vuelta el frío, la adrenalina y el entumecimiento. ¡Shhh, vecinos! ¡No digáis
nada a Carmina, que cree que vamos a hacer recados! –nos decía con una mueca
traviesa, cuando le pillábamos infraganti, con la cazadora abrochada hasta la
barbilla y los cascos en la mano-.
La aventura lo buscaba a él y él a la
aventura. En el 89, cuando cayó el Muro de Berlín, se fue con su hijo a
Alemania para ayudar a tirarlo. A pico y pala. ¡Cómo iba a perderse ese
momento! Un hombre de acción no se conforma con tener ideales, los convierte en
verdades físicas y tangibles. Y el Telón de Acero no se caía solo, alguien tenía que
derribarlo. En cualquier cambio hay un motor, una fuerza regeneradora. Ellos
eran esa fuerza.
En los últimos años seguía tan
activo que Carmina, ya con la cabeza un poco despistada, pensaba que tenía una
aventura. – ¡Yo, que llevo toda la vida enamorado de ella!-. Varios de sus hijos vivían en el
extranjero y hablaban con ellos por Skype, desde la terraza. Fueron testigos en
la boda de su hija, celebrada “por poderes”, con un cónyuge a cada elado del Atlántico.
Vinieron también a la nuestra, en aquella ocasión sí, todos de cuerpo presente.
Hace 3 veranos celebramos el 90
cumpleaños de Santi por todo lo alto, en el jardín de su casa. Esa casa a la que una de sus hijas, y en adelante ya, el resto de los hermanos, bautizaron como "Sunny Hill". -"¡Subo a Sunny Hill a ver a los papás!"-. Hubo ese día guirnaldas y tarta con velas: un nueve y un cero, casi nada. Y allí
estaban ellos, bromeando con los invitados, subiendo y bajando a por cosas,
abriendo botellas de vino. Recuerdo que a la paella enorme que se
estaba cocinando en un hornillo en la terraza le echaron varias personas sal. Fue imposible comérsela y acabamos todos bastante achispados después de suplirla con más vino y cerveza. Luego pusieron un vídeo con
saludos, felicitaciones, anécdotas y viejas historias, grabados por su familia
y amigos. No parecía un cumpleaños de persona
mayor. Pero es que, para mí, Santi nunca fue una persona mayor.
Durante todos aquellos años, inventamos
un ritual de nochevieja que se repitió hasta convertirse en tradición. Nada más
terminar las uvas, salíamos a la calle -gélida a esas horas- para brindar juntos
con champán, entre petardos, abrazos, gorros horteras y fuegos artificiales. Algunos años, la fiesta continuaba luego en su su casa, donde los artífices del brindis callejero de Claudio Monteverdi nos refugiabamos para seguir charlando, bebiendo y cantando algún villancico.
Para Monteverdi y los de su
gremio, las variaciones son piezas en
las que una melodía se repite muchas veces, en secuencias siempre parecidas,
pero nunca idénticas. Así ocurre también, de alguna forma, en las cenas de
amigos, en los cumpleaños o en las celebraciones navideñas. La relación de los
seres humanos con estas tradiciones es curiosa. De pequeños nos reafirman e
ilusionan : la felicidad de la repetición. A los jóvenes, sedientos de nuevas
experiencias y deseosos de romper con lo establecido, les abochornan y aburren.
Y los adultos, la mayoría de las veces, lo único que desearíamos es poder
repetirlas para siempre sin que nadie falte a la cita.
Esta última navidad no hubo luces
ni villancicos en "Sunny Hill". Ni abrazos y brindis con champán al
llegar las doce -narices y mejillas encendidas por el frío-. Pero incluso así,
ellos han estado presentes. Días antes, compramos unos farolillos de papel tipo japonés. Pedimos dos, uno por cada uno.
Y, en una nueva variación de
la melodía, esta nochevieja seguimos dando la bienvenida al nuevo año
juntos. Salimos a la calle, brindamos, pronunciamos sus nombres en el lugar que
hasta hace poco ocuparon. Lanzamos los farolillos pensando en ellos, recordándolos a
nuestro lado. Pero no nos despedimos, porque aunque los farolillos fueron
ganando altura, perdiéndose rápidamente entre las estrellas que pueblan el cielo de año nuevo, su luz se ha quedado a vivir en nosotros.
La luz de su casa, la de la colina soleada, siempre encendida.
Epílogo: Santi y Carmina vivieron
en su casa “de cuarto de planta” hasta hace apenas unos meses, cuando a Carmina
se le hacía ya trabajoso subir y bajar las escaleras, y a Santi conducir (aún
lo hacía, y a toda velocidad). Pasaron sus últimos días en un pisito del centro
donde no necesitaban el coche y Carmina podía pasear -“si no salgo, es como si
no estuviera viva”-.
Se han ido los dos juntos, uno
unos meses después del otro. Nunca habían pasado unas navidades separados, nos dijeron sus hijos. Esta no ha sido una excepción. La sombrilla polinesia color coral sigue presidiendo su jardín. Pero estos días nadie la necesitará. Sunny Hill se nos ha quedado muy oscuro.
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