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La flor que siempre quise en mi jardín

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Solo tiene un año y medio pero su cuerpo es fuerte y su naturaleza poderosa.   Por las noches, en la cama, se tumba sobre mí, su cabeza en mi pecho, cada centímetro de su cuerpo pegado al mío. Tiene un chupete fluorescente que le compré en una farmacia, y siento una ternura inmensa cuando, en la oscuridad de la habitación, lo veo subir y bajar, con ese gesto de succión tan característico de los lactantes. La luz de la inocencia guiándome en la noche.   Pero ni en ese desvalimiento del sueño pierde su fuerza. Está siempre alerta, como un animal. Es astuta, primaria, instintiva. A veces ese instinto se confunde con arrojo y otras con cobardía. Su valentía es la del gorrión que salta de la rama una y otra vez, hasta aprender a batir las alas. La del león que pelea cuerpo a cuerpo con su hermano, como aprendizaje de las guerras que les tocará librar. Sus miedos, los que le dicta su sabiduría prehistórica: insectos, ruidos agresivos, animales grandes... todo lo que pueda hacer peligrar su e