A walk on the wild side

Un abuelo -pelo blanco nuclear, 80 años sobradamente cumplidos y un rostro en el que aún pueden leerse las huellas del niño travieso que fue- apura un cigarrillo a las puertas de una Residencia de la 3ª edad del centro de la capital. No disimula el frío que hace tiritar su cuerpo y castañear su dentadura -postiza-, pues el sol que acaricia las mañanas de invierno es, como dicen las señoras de Castilla, "un sol de uñas", que brilla pero no calienta. Tampoco la incomodidad, apoyado en el alfeizar de una ventana baja que da a la calle, con un periódico que hace las veces de cojín -la actualidad aplastada por la experiencia-. Pero a juzgar por su expresión extasiada, ni el frío, ni lo incómodo de la postura, ni tampoco la poco ortodoxa utilización de la prensa del día logran eclipsar el placer de unas cuantas bocanadas de humo, el dulce sabor de la clandestinidad. Paso por delante de él, adentrándome en la nube blanca y estilizada que ha construido su boca de fumador veterano y experto y, como si adivinara la pregunta que aún no le he hecho -y que acaso nunca me hubiera atrevido a hacerle-, o como si repentinamente sintiese la necesidad de justificar qué hace ahí, tiritando de frío en el alfeizar de la ventana en una gélida mañana de diciembre, me dice encogiéndose de hombros:
 
      -Es que dentro no me dejan fumar...

Le dedico mi mejor sonrisa "de circunstancias" y, una vez dejo atrás su pequeña república humeante, pienso que la represión de lo insano, de lo peligroso, a veces lleva aparejadas este tipo de incoherencias: elevar la insanidad y la peligrosidad al cuadrado. Y es que el ser humano tiene una tendencia eterna e irremediable a caminar hacia lo prohibido, hacia lo salvaje, como canta Amaral en
su último álbum. Y los intentos por reprimirla no siempre han sido ni son afortunados...
Pero por mucho que el protagonista de mi historia sea un fumador octogenario, no es de ese vicio (el tabaco)del que quiero hablar, sino de otro también bastante extendido: La obsesión por la rigidez y el gusto por la dogmática sin excepciones.

Lo confieso, me caen muy pero que muy mal esas madres que, a la salida del súper, jamás dejan a sus hijos abrir una apetecible y flamante tableta de chocolate recién comprada porque "si no luego no comen". Tampoco entiendo a sus hijas, las cuales, hechas ya unas señoritas, no probarán ni un pedazo de su propia tarta de cumpleaños porque su ingesta excedería el número de grasas saturadas diarias permitidas por su dieta hipocalórica. Y siguen sin caerme bien las mismas chicas -convertidas, al cabo de los años en madres- ni sus maridos, a quienes no se le pasará jamás por la cabeza permitir que sus niños falten un par de horas a catequesis o a kárate a cambio de disfrutar junto a ellos, al aire libre, de los primeros rayos de sol de la primavera...
Reivindico desde aqui la excepción, el desliz, el pequeño capricho. Apuesto por la onza de chocolate antes de comer, por el cigarro ocasional desde la ventana de la habitación de una residencia de ancianos, por la musica (buena, eso sí) demasiado alta, por una falda demasiado corta, por el pequeño atrevimiento inofensivo, por el goce esporádico de un placer prohibido, por el exceso de turrón en navidad... Alabo las bondades de las pequeñas transgresiones que, creo, funcionan como un catalizador, cotidiano y gratuito, frente al exceso de responsabilidades y de obligaciones que ahogan nuestras vidas. Las reivindico -y practico- porque, indisociables de la naturaleza humana -imperfecta y salvaje por definición-, constituyen un contrapeso necesario para lograr mantener la cordura y porque son, en definitiva, el equivalente a la pizca de sal de nuestra querida y equilibrada dieta mediterranea.

Sigamos, en este año 2012, el consejo de Lou Reed y démonos, de cuando en cuando, un paseo por el lado salvaje de la vida:
          - Hey, baby... take a walk on the wild side... tu-turú, turú, tururururú, turú, turú, tururururú...


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