La tía Paquita


Paquita nació hace ya muchos años en una pequeña ciudad del norte, en donde sus grandes ojos azules y su pelo rubio ceniza no pasarían, seguro, desapercibidos.





Actriz ocasional, acabó contrayendo matrimonio con Vicente Pulgar, militar de profesión y apuntador aficionado, que le susurraba los giros olvidados de "La Venganza de Don Mendo". Fue esposa, madre, jugadora de cartas, cocinera, conductora -la recuerdo yendo y viniendo en su cochecillo rojo, en el que metía sus espléndidos setenta años largos y a todo el que quisiera subir-, y, si los avatares de su época no se lo hubieran impedido, creo que también hubiera sido una gran mujer de negocios, digna continuadora, como era, de una estirpe antigua de comerciantes. Elegante y dinámica, sorprendía siempre por su mirada originalísima de la vida y por su gran sentido del humor, cualidad por la que también destacaba su marido, y que los convertía en una pareja singular y divertida.



 

A todo el que entraba en su casa, Paquita le ofrecía rosquillas caseras, su gran especialidad, que elaboraba siguiendo una receta propia a la que se refería como "La Partitura". Cuando había invitados, la casa era un hervidero de  rosquillas crujientes y azucaradas que parecían brotar mágicamente de algún surtidor oculto, provocando tal invasión, que nuestros estómagos infantiles eran incapaces de dar cuenta de todas. Entonces, Paquita ponía las sobrantes en un atillo hecho con una servilleta, o en una de esas cajas redondas de latón azul en las que se comercializan las galletas danesas, y hacía que nos las lleváramos a casa “para mañana”, con lo que su estela de rosquillas se diseminaba por toda la ciudad. Nadie en mi familia ha afirmado jamás haber probado unas rosquillas mejores que las de Paquita.   



Un día, sin embargo, ya no fue capaz de recordar la receta. -"A la tía Paquita se le ha olvidado hacer rosquillas"- nos anunció mi madre una tarde con gran solemnidad y con una pena honda en el semblante. Todos, al momento, comprendimos. El fin de las rosquillas era el fin de una época. 

Pese a todo, y aunque ya con la espalda un poco inclinada hacia delante y la cabeza más en el pasado que en presente, Paquita iba todos los sábados a merendar a casa de mi abuela -su hermana-. Bebían té, comían pastas, se hacían trampas a las cartas, tomaban vino dulce con fruición adolescente y recitaban todos los misterios del Santo Rosario mientras recorrían una a una las cuentas perfumadas que aún hoy elaboran, prensando pétalos de rosa, los cartujos de Miraflores. 





Mi abuela y ella mantenían unas charlas incomprensibles en las que, como en Cien años de Soledad, se mezclaban las épocas, los nombres y los acontecimientos. Misteriosamente, y para la hilaridad general, siempre parecían entenderse -quizá porque ese hilo aparentemente inconexo con que hilvanaban sus conversaciones estaba hecho de lugares, episodios y personajes que ya únicamente habitaban en su memoria-. Fue allí, en el salón de la casa de mi abuela y frente a las dos mujeres más antiguas que he conocido, cuando tomé conciencia de la importancia de tener un hermano o una hermana, alguien con quien poder volverte antiguo, incluso prehistórico, sin que todo lo que ha vertebrado tu vida -tu familia, tu niñez, los juegos de la infancia… en fin, aquello a lo que siempre se vuelve cuando uno ve acercarse el final- se pierda totalmente en el olvido. 

Una tarde, en la placidez del verano, Paquita nos dejó. Se fue sin apenas hacer ruido, como un pajarillo agotado ya tras muchas horas de vuelo que repliega sus alas y se deja arrastrar dulcemente por la corriente irresistible de este mundo inmenso. Un mundo mucho más inmenso que la materia del pájaro y que la de las rosquillas, más inmenso incluso que el hambre de vivir del hombre.

La luz de la casa de Paquita siguió encendida varios meses después de su muerte, el tiempo que su familia tardo en reunir el valor para regresar a un hogar ya vacío, pero lleno de recuerdos, que aún olía a harina, a bicarbonato y a ralladura de limón. Aquella bombilla que permaneció meses encendida, proyectando impertérrita su luz blanquecina sobre la estancia vacía, fue, además de una alegría para la compañía eléctrica, un improvisado y merecido velatorio para ella, mi magnífica "tía Paquita". Creo que no le hubiera disgustado esta despedida, un poco extravagante, quizá, pero llena de poesía y de humor. Un manantial de luz, energía y singularidad, como lo fue su vida.  


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Receta "Rosquillas Tía Paquita"

Ingredientes:

- 3 cucharadas de aceite de girasol frito y frío
- 3 cucharadas de leche
- 3 cucharadas de azúcar
- 1 huevo
- Ralladura de la piel de un limón
- 1 cucharadita de bicarbonato
- 300 gramos de harina (o un poco más, si lo admite)
- El truco final es añadir a la masa medio sobrecito de preparado para flan ("Flanín")


Preparación:

Se bate el huevo y se van añadiendo los ingredientes hasta formar una masa que no se pegue en las manos.

Se hacen las rosquillas y se fríen en aceite de girasol.





Por último, se espolvorean con azúcar.


Comentarios

  1. Preciosa historia magistralmente contada. Gracias Violeta por acercarnos a la tía Paquita. In memoriam

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  2. Gracias, amigo mío. Por leerme y por tus palabras siempre tan alentadoras :)

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  3. Gracias por esos bonitos recuerdos. Yo también me acuerdo de sus rosquillas y de las comidas como los filetes empanados con 'untito que sabe a limón'. También recuerdo el seiscientos cuando ibamos a pescar cangrejos con el tío Luis. Se me agolpan las lágrimas solo recordar esos días. Gracias

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  4. Muchas gracias, Juan. Yo llegué ya al final de esos días, así que mi "reconstrucción" tiene una base muy pequeñita, ni la punta del iceberg de lo que vosotros podríais contar. Si aún así te ha parecido evocador, me das una gran alegría. Gracias de nuevo.

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  5. Violeta, todo lo que narras se llena de luz, de luz de atardecer y mesa camilla en este caso. Cada día escribes mejor, creo que deberías pensar no dejar de hacerlo.
    Ha sido muy importante el recuerdo que la "tía Paquita" ha dejado en tu memoria. Has sabido describirla con sencillez y finura.
    Un hermoso recuerdo para llenar su ausencia.


    Fernando.

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  6. Es una semblanza entrañable, espontánea y muy bien escrita que nos ha emocionado a toda la familia.Que un texto emocione tanto es su mejor logro. Muchas gracias Violeta.
    Javier

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  7. Precioso y evocador recuerdo a Paquita que me ha hecho pensar en tantas personas que pasan por este mundo dejando huella en nuestras vidas y después se marchan en silencio, y, lentamente, las vamos hundiendo en el olvido. Felicidades Violeta!

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  8. Muchas gracias, Fernando, Javier y Marilena.

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