Viejos sitios donde amar la vida

Dice la "Canción de las simples cosas"*  Video "La canción de las simples cosas" (que es a la vez un poema, un tango y una copla otoñal en la voz de Martirio y una cicatriz en la de Chavela) que "uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida". Y es verdad.

Es difícil escribir sobre el pasado (la niñez, la primera juventud, ese tiempo extraño de metamorfosis) sin caer en lo cursi y lo manido. Sólo diré que pasé quince años de mi vida en este lugar de piedra, ladrillo y hierro forjado, un poco anacrónico, como varado en el tiempo, y que allí fui inmensamente feliz. 

Ese “viejo sitio”, al que tantas generaciones de niños hemos llamado "colegio" ha sido testigo de varios capítulos de la historia reciente de nuestro país. En la primavera de 1896, por encargo de unas religiosas francesas (a las que, por el color de su hábito, la gente llamaba no sin cierto afán tenebrista "las Damas Negras"), se colocó la primera piedra de lo que empezó siendo un colegio sólo para señoritas, ubicado en el entonces Paseo de la Isla 35. Cuando, durante la Segunda República, las monjas tuvieron que exiliarse a París, los dos edificios que actualmente ocupa el colegio albergaron la sede del Banco de España e incluso durante la Guerra Civil (por su cercanía a la residencia del caudillo) desemperañon funciones de Cuartel General, en donde Franco firmó varias órdenes de fusilamiento. Qué paradoja que entre unas mismas paredes convivieran en poco más de cien años dioses, dinero, niños y sentencias de muerte. 





Mi colegio no era moderno, ni funcional, ni práctico. En los campeonatos de baloncesto infantiles, los equipos rivales protestaban porque las lineas que delimitaban el campo de juego se subían literalmente por las paredes (las "Damas Negras" decimonónicas no pensaron en crear patios de recreo de dimensiones reglamentarias). 



Por dentro, los pasillos y las clases estaba pintados de blanco y verde escolar (color que quizá por ese motivo, siempre he asociado al deber) y lleno de murales fabricados con hojas secas, preservadas con cola blanca Flokil, que nos llevaban a recoger en otoño, como si fuera una asignatura más, al Paseo de la Isla




No sé si por culpa de esa exposición diaria a la belleza o por las enseñanzas de la extravagante profesora de dibujo, los niños del colegio copábamos siempre los premios de los certámenes artísticos locales. Recuerdo que para uno de esos concursos, eligieron un dibujo mío como representación del colegio. Un christmas donde convertí el portal de Belén en una especie de pirámide egipcia colocada en medio del desierto, y donde la estrella fugaz, María, José y el niño Jesús, con un estilo un poco arabesco y rodeados de palmeras cocoteras, brillaban  bajo un cielo rayado color morado intenso. Creo que ningún otro colegio religioso hubiera participado en un certamen de temática navideña con una composición tan desconcertante... Me dieron el segundo premio.  

Mi colegio no tenía ascensor ni rampas que permitieran la entrada de carritos, sillas de ruedas o niños con muletas, pero escondía laberintos secretos, antiguas carboneras, cajas fuertes y desvanes polvorientos donde descansaban estatuas de vírgenes y cristos crucificados, sobre los que inventábamos historias de terror o de milagros. 




Quizá ese anacronismo fatal, el que cualquier intento de modernización deviniera inútil entre unos muros de piedra, robustos como robles, pero en absoluto preparados para estos tiempos de urgencia, plástico y redes inalámbricas, fuera lo que al final acabó con el colegio. Como sucedía en las viejas historias de la mitología griega, fue su propia belleza la que lo condenó. Aquel septiembre, por primera vez en décadas, el colegio no renacería como cada otoño. Se conformaría con esperar inmóvil, como un enorme animal varado, un nuevo destino.



El día que lo visité por última vez, lo encontré como aquella mañana en la que, con sólo dos años, mi madre (por entonces profesora de secundaria en el colegio) me soltó de la mano en una de sus aulas blancas y verdes. Desde entonces esas paredes fueron mi casa, mi recreo, mi disciplina y mi libertad, el escenario de los juegos de mi infancia y de mis primeros devaneos de juventud. También el lugar donde aún hoy transcurren muchos de mis sueños, que, por algún motivo, mi subconsciente de mujer adulta decide (aunque con otros rostros y otras intrigas) seguir situando allí. Allí, en el salón de actos con su frontal de madera, allí, entre el trajín de cazuelas y niños del comedor, allí, corriendo por los interminables pasillos o balanceando las piernas (que no me llegaban aún al suelo) en los bancos de portería... ¡Qué extraño visitar por última vez -dar por muerto, al fin y al cabo- un lugar con el que se sueña! 


                         

Fue un último reencuentro emocionante. Lo que sentí lo describe muy bien Salinas en uno de sus poemas ("Pasajero en Museo"**). Una conciencia repentina de que mientras los pupitres, las pizarras o los percheros con las fotos de los niños que por última vez ocuparon el aula permanecían detenidos, inmortales y salvados (salvados de la corrupción de lo vivo, de lo húmedo, de lo sanguíneo), el tiempo -el mío, el nuestro- seguía su curso, "corriendo aquí en mi pulso sin poder pararlo". La de que, también entre los fósiles, la vida continúa, como "un cántico en amarillos, verdes y blancos en este gran silencio de museo"

Qué bello -y qué terrorífico- fue sentir latir la vida así, en medio de aquel silencio inmenso.



"Pasajero en museo" (extracto), de Pedro Salinas

No me miréis ya más,
criaturas salvadas
a mí, pobre de mí (...)
Vosotros, cristalinos
párvulos libertados
del enemigo que os crece dentro
mientras jugáis, jugando, día a día,
el adulto adversario de los juegos;
a salvo estáis de la corriente,
aparte en el remanso del juguete
tan claro
que a la felicidad se le ve el fondo.

Con esos ojos de ultravida, vivos,
a mí, a mí me miráis, desvanecido
mortal, que viene a veros,
tan cegado de historias y catálogos
que os daba por muertos (...)

Y yo, pobre de mí,
que traje mis miradas, tan cansinas
de trashumancias, mi rebaño triste
a apacentarse en esos tiernos verdes
de los paisajes y de las miradas,
me veo a mí, me lloro. Porque nunca
estaré con vosotros.
Siento la orden constante por mis venas:
transcurrir, sin parada,
de ansia a minuto, de minuto a ansia,
escapar de mí mismo, por buscarme,
huirme de entre mis manos, como un agua
que cojo en ellas y que gota a gota
me las deja vacías.
Por vosotros no lloro, que estáis muertos;
lloro por mi morir, que va corriendo
aquí en mi pulso sin poder pararlo,
porque la vida, dicen, dicen, dicen,
es eso, es un correr sin paradero.
De mi invencible resistencia sufro
a entender la verdad del coro vuestro,
cántico en amarillos, verdes, blancos,
cántico que me grita por la vista
en este gran silencio de museo.

* Extracto de "Canción de las Simples Cosas". Autores: César Isella (música) y Armando Tejada (letra)
** Los fragmentos entrecomillados pertenecen al poema "Pasajero en museo" de Pedro Salinas, poema incluido en su libro "Todo más claro".

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