Stradivarius de Chamberí

Aún estoy atónita. Atravesando una calle del castizo barrio de Chamberí, me tropiezo con la siguiente escena: De frente a mí, por la misma acera, una mujer de mediana edad y visiblemente buena posición, camina en compañía de sus hijos pequeños. A un lado de la calle, próximo ya a la carretera y fuera de la hilera que forman las farolas y el resto de los ejemplares de su especie, sale a nuestro encuentro un majestuoso gigante callejero: Un árbol frondoso, inmenso, de los que, emulando las poses de los aguerridos activistas de Green Peace, dan irremediablemente ganas de abrazar. Un árbol espléndido, con la corteza surcada de años de paciente e inmóvil existencia contemplativa y cuyas raíces sinuosas, lejos de contentarse con el mísero cuadrilátero que, libre de adoquines, les ha sido pulcramente asignado, se extienden con deliciosa rebeldía, conquistando el espacio que antaño les perteneciera -pues él, el árbol con sus raíces, estaba ahí antes que nosotros, antes que los adoquines, antes incluso que la carretera y que las casas, antes que la señora con sus hijos cogidos de la mano-.

¿Y qué sucede entonces? Pues que la mater amantísima les dice -no tengo muy claro si a sus hijos, a mí o al resto de transeúntes-:

     - ¡Qué fastidio de árbol! Tan enorme y siempre ahí en medio… ¡a ver cuándo lo cortan de una vez!

Siento en una décima de segundo y de forma sucesiva sorpresa, indignación y tristeza. Pero mi desolación es aún mayor al darme cuenta de que soy la única que ha cruzado con la increpadora-de-árboles una mirada plagada de reproche y reprobación, pues el resto de figuras que discurren a nuestro alrededor no hacen ademán de soliviantarse ante lo que a mí se me antoja un alarde de soberbia, desconsideración y falta de sensibilidad (al más puro estilo de la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas… ¡que le corten la corteza! Digo… ¡la cabeza!).

Confieso que siento tentaciones de intervenir. No por la progenitora pendiente-perlítica, que a todas luces es un caso perdido, sino en nombre de la infancia y las nuevas generaciones de inocentes que un día nos relevarán en la posesión y defensa de la antorcha de la vida. Y qué mejor lección que simplemente enseñarles a mirar, a descender a las profundidades de lo cotidiano y a extraer de allí, como se extrae el plancton depositado en el fondo del océano, la belleza. Y os aseguro que la corteza de este gran árbol centenario alberga mucho ,mucho plancton: toda una exhibición de vida abriéndose camino bajo el subsuelo agujereado de Madrid.

En lo que dura el lance de miradas se apodera de mí un ancestral sentimiento de prudencia y, finalmente, me contengo y decido no replicar. Prosigo la marcha sin poder evitar, eso sí, volver la vista atrás para contemplar una vez más a mi héroe, ese árbol que, contra todo pronóstico, inasequible al desaliento, osa rebasar cada día los contornos de lo políticamente correcto. Mi héroe mudo, autor sin palabras de un auténtico manifiesto de libertad, de libertad vegetal: lenta, discreta y silenciosa.



La fortuna quiso que pocos días más tarde asistiera a otro acto de insumisión poética, aunque con unos protagonistas radicalmente distintos. Esta vez no era un representante del reino vegetal quien se rebelaba, sino cuatro descendientes del mismo -nacidos a partir de madera, resina y barnices-: el cuarteto de Stradivarius de la colección palatina. Para los que no lo sepan, la Casa Real española posee -desde su adquisición en el siglo XVIII por Carlos IV-, cuatro instrumentos de cuerda (dos violines, una viola y un violoncelo) salidos del taller del astro rey del star-system de los lutiers, Antonio Stradivarius.

Si uno visita el Palacio Real, en una de sus salas abiertas al público, podrá contemplar a través del cristal de unas vitrinas de alta seguridad, a los cuatro Stradivarius, inmóviles y silenciosos. La primera vez que los vi me vinieron inmediatamente a la cabeza las siluetas de cuatro elegantes felinos encerrados en un zoo, expuestos sin ningún pudor a las indiscretas miradas de visitantes y curiosos. Un espectáculo desolador. ¿Por qué se secuestra y amordaza a unos objetos ungidos con el don de hacer estremecer a quien los escucha? ¿Qué fue de la vieja parábola de los talentos, en la que se reprende a quien no hace fructificar aquellos dones y capacidades que ha recibido?
Y es que estos cuatro instrumentos, más allá del fastuoso apellido de su padre, no esconden una existencia autónoma. Necesitan del hombre para cobrar vida. Artista y violín, un compuesto que, aunque de apariencia vulgar -“un amasijo hecho de cuerdas y tendones, un revoltijo de carne con madera”-, encierra un todopoderoso animal capaz de dirigir las emociones de los hombres desde la desdicha hasta la felicidad. Así lo hicieron aquel día en que, por fin, gracias a un pequeño indulto temporal, pudimos contemplarlos en su estado natural: afinación a punto, arcos humeantes de resina y encaramados a
un escenario de la mano de cuatro artistas polacos. Y allí, embriagados por el dulce sabor de su libertad recién estrenada, aquellos cuatro seres mitológicos mitad hombres mitad árboles nos convencieron con su lenguaje centenario de piel ,madera y cuerdas de que Stradivarius, como Gepetto -el papá de Pinocho-, también sabía fabricar almas. Almas de carne y de madera… De carne de gran artista y de madera de árbol insumiso, que todo va en los genes.
Porque no he visto rebeldía más poética que la protagonizada por las raíces de aquel árbol de la calle Nicasio Gallego desafiando, centímetro a centímetro, paciente y en silencio, las leyes –las de los hombres, no las suyas- del urbanismo, del tiempo y del espacio, ni aullido de libertad más conmovedor y sincero que el que brotó, durante los escasos 60 minutos de vida que les fueron concedidos, de las cuerdas de estos cuatro Stradivarius condenados, sin embargo, a una existencia inerte en la atmósfera aséptica de su celda de cristal.

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