Cuerpos Extraños

Quien haya visitado ese gran sueño flotante que es la ciudad de Venecia habrá tenido, quizá, la oportunidad de ver repentinamente aparecer, bajo la atenta mirada del Campanile de la Plaza de San Marcos, una de esas gigantescas embarcaciones de crucero repleta de veraneantes y bautizada con palabras aterciopeladas del tipo “Splendour of the Seas”, “Princess Cruises” o “Armonía Crucero” -nombres que, invariablemente, huelen a pompa decadente y a nostálgica promesa de felicidad-, que atraca en la “Stazione Marittima”, parada obligada en su periplo por el Mediterráneo.

Uno cree estar asistiendo a un espectáculo cuando a Venecia, esa ciudad petrificada en el tiempo en la que convergen pasado, presente y futuro -escribe Javier Marías que Venecia es lo que fue, y será lo que es-, le “crece” en cuestión de segundos, como un coloso de acero blanco entre sus magníficos puentes y sus palacios renacentistas, un edificio más. Así, desde un puente cualquiera, turistas y habitantes contemplan sin inmutarse la estampa efímera de una Venecia invadida, de un puzle perfecto en el que se ha colado una pieza extraña.



Idéntica sensación de descontextualización experimenté cuando, entre las piedras blancas, sabias y antiguas del Anfiteatro romano de la ciudad croata de Pula -que, aún hoy, con una sorprendente integridad y elegancia, sigue dirigiendo su mirada al Adriático- me encontré inmersa entre una masa de adolescentes tribales que, no, no esperaban su turno para visitar el interior del anfiteatro, sino que estaban ya -con varias horas de antelación- tomando posiciones para un concierto de Michel Telò -si este nombre no os suena, seguramente os dirá algo eso de “Ai, se eu te pego, ai, ai se eu te pego”, algo así como “ay, si te cojo, ay, ay, si te cojo”- que iba a celebrarse en la arena milenaria.




Pero dirijo los ojos a escenarios y geografías conocidas y me doy cuenta de que los cuerpos extraños están por todas partes, instalándose lenta y silenciosamente en nuestros paisajes, en nuestras ciudades, en nuestras propias carnes.








Y pienso que lo verdaderamente sorprendente no es la existencia de estas realidades, sino la forma tan natural y espontánea en que los hombres somos capaces de asimilarlas. El enfermo del corazón va adaptando su organismo a un marcapasos recién implantado de la misma manera que una abuela nonagenaria estudia el funcionamiento del Whatsapp en el iPad que le regalaron las últimas Navidades, o que el veneciano se habitúa a que un gran rascacielos flotante se interne de cuando en cuando entre sus calles de edificios almohadillados. El ser humano es capaz de absorber cuerpos extraños con una facilidad pasmosa. Incluso, si mantenemos, como David Kepesh -el escéptico y provocador crítico de arte del que Philip Roth se vale para urdir su novela “El Animal Moribundo”- que también el amor y el enamoramiento son formas de asimilación de cuerpos extraños -cuerpos extraños a nuestro propio cuerpo y a nuestra propia conciencia a los que, sin embargo, damos felizmente vía libre para su total implantación en nosotros-,tendremos la prueba, definitiva y descarnada, de que el hombre mismo no es sino un fruto de este acto de asimilación, un "metacuerpo" extraño:

       “La única obsesión que todo el mundo desea es el amor. ¿La gente cree que al enamorarse se completa? ¿La unión platónica entre dos almas? Yo no lo creo así. Creo que estás completo antes de empezar. Y el amor te fractura. Estás completo y luego estás partido. Ella es un cuerpo extraño introducido en tu totalidad”.

* Philip Roth. "El animal moribundo"

Comentarios

  1. Hermoso texto, en forma y fondo. Una prosa exquisita, sutilmente densa y fluida; algún apunte culturetilla, pero perdonable.

    Los cuerpos extraños...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

La tía Paquita

Sunny Hill

Europa: el rapto del relato.