Un mundo que tiembla
Jueves tarde, Teatro Monumental de
Madrid, la orquesta de la RTVE está a punto de interpretar su programa
B-12 (la rapidez de esta
orquesta en montar programas se traduce en
que éstos acaben teniendo nombre de vitamina), con obras de Beethoven,
Shchedrin -en realidad, como comprobamos
tras unos primeros minutos de desconcierto, la obra de este compositor ruso
consistía en una reorquestación de la Carmen
de Bizet-, Gershwin -célebre por su Rapsodia in Blue- y Higdon -una compositora
norteamericana, ganadora de un Grammy a la mejor obra clásica contemporánea por
su Concierto para Percusión-.
El Monumental, no nos engañemos, no
es un teatro con un punto de romántica
decadencia -como escuché comentar mientras hacíamos cola en la entrada-. No, el
Monumental es un teatro decadente, con tapicerías de colores
desvaídos y un techo de cuestionable estabilidad. Pero quizá es precisamente esa carencia
de toda aparatosidad, de todo formalismo, lo que provoca que te sientas cómodo al instante y que
puedas disfrutar de manera sencilla y sin
artificios, de la música. Y quizá eso contribuyera
también a que, empezado el concierto y ya en ese estado de semi-hipnosis al que uno llega
cuando pone todos sus sentidos en lo
que escucha, de repente lo viera: Había un mundo en el escenario o, mejor
dicho, ¡el escenario se había convertido en el mundo!
No sé si os vienen a la cabeza esas
representaciones medievales de la tierra, en donde nuestro planeta venía
a ser una especie de pizza bacon-queso en cuya superficie correteábamos, entre otras especies, los seres humanos, y sobre la cual
pendían, colgados con hilos que los
sujetaban al cielo -ese cielo lineal de los
dibujos infantiles-, los astros celestes: el sol, la luna y las estrellas. Pues
así, lo confieso, se me apareció aquel día el escenario.
De la bóveda de madera que se abría
sobre el escenario colgaban, sujetos mediante cables,
multitud de indiscretos micrófonos, que se dejaban
caer aquí y allá, dibujando
un firmamento artificial plagado de informes
constelaciones. Y debajo, en la tierra, sobre las tablas del escenario, la
vida: La concertino, bailando cada nota,
como un cisne esbelto y ampuloso; siguiendo su estela,
el ejército de cuerda,
moviéndose acompasado en estricta formación; el director ondeando su melena
leonina de rey de la selva; la obediente sección de viento; los percusionistas, al fondo,
emergiendo de cuando en cuando de su espera silenciosa con un “gong”, un “plaaaff” o un “chaaass”… en fin, desplegada ante nosotros, la
precisa maquinaria de la música.
Pero más allá de la
musical, existe, no de forma obvia, pero a
la vista de quien se fije lo suficiente, una nueva dimensión. Una dimensión en
la que los músicos dejan de ser
músicos -músculos obedientes de un sofisticado engranaje- para convertirse en
algo aún más complejo:
personas. Almas
imperfectas sometidas a todas las pasiones universales: el miedo, la ambición, el hastío,
los celos, la envidia, el amor, la
admiración… Vaya por delante que, como soy un poco fantasiosa, siempre me ha
gustado imaginar historias novelescas cuando veo personas sobre un escenario
-quizá también porque sé a ciencia cierta que estas
historias existen y porque, admitámoslo, no se me
ocurre un contexto más poético para que lo hagan-. Dicen que sentir es pensar
temblando. Y lo cierto es que, sobre unas tablas de escenario, tras las cortinas
de un telón, se tiembla... y mucho.
Capto al vuelo, por ejemplo, la mirada de una guapa contrabajista -alta, rubia, delgadísima, toda una Barbie
Orquesta- posada sobre su compañero de
atril, un atractivo treintañero que toca apoyado en su taburete, adoptando
la postura despreocupada de quien
disfruta de un gin-tonic en la barra de un bar. Una mirada de ocho compases -los
que dura el silencio de la partichela de bajos-, que transmite tanto y con tanta
intensidad como los acordes del segundo intermezzo de Carmen
que acompañan la escena. Veo también caras de aburrimiento
-joder-otra-vez-tocamos-esto-, de superación -hoy-mi-sólo-va-a-ser-intachable-, de envidia -el/la nuevo/a-tampoco-toca-tan-bien-, de felicidad-esas no necesitan
palabras-, etc. En definitiva… detrás de la
música, la vida misma.
El pasado jueves, por unas
horas, el escenario del Monumental se convirtió en el mundo. O quién
sabe... quizá sin ser del todo conscientes, con sus luces y sus sombras,
el mundo siempre haya sido un escenario.
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