Objetos Perdidos

Un cuarto sin ventanas con luz impúdica de hospital. Un habitáculo en el que una mente anónima ha dispuesto el modo de ordenar el caótico universo humano. Una estación espacial en la que orbitan carteras olvidadas, best sellers manoseados, dos portátiles, esa chaqueta que cogiste antes de salir de casa y en realidad no necesitabas, cinco estuches infantiles, coches de Scalextric, cuatro chupetes, un zapato (sin su pareja), dos peluches gigantes, quince juegos de llaves, cientos de paraguas y diversos cachivaches sin otro vínculo aparente que el de haber sido víctimas del olvido. Así es una oficina de Objetos Perdidos.


Acudes con la esperanza no disimulada de encontrar aquello que perdiste (¿o deberíamos decir aquello que olvidaste? ¿acaso no es el olvido lo que antecede a la pérdida, lo que la provoca?  Objetos Olvidados, corriges mentalmente, así debería llamarse este lugar). Ante tí, al otro lado del mostrador que separa tu universo terrícola de ese espacio donde quizá se halle tu objeto, se yergue un ser. No es un dios (de hecho es un hombre un tanto avejentado, de calva incipiente y ciertas redondeces prematuras) pero muy pronto te das cuenta de que tampoco es un humano cualquiera. Él puede moverse en el Universo de lo perdido, vedado para el resto de los seres. Compruebas cómo se introduce confiado en esa atmósfera sin gravedad plagada de baldas, cajones, hileras de estanterías infinitas, cómo entra y sale, siempre indemne. Él conoce el orden, las claves cifradas, los intrincados laberintos que llevan a lo buscado. Él no es dios, pero es un Enviado.



Preguntas tímidamente al Enviado por tu objeto, como quien formula un deseo. Lo describes, sorprendido de que los detalles más insignificantes importen ahora (¿qué hora era cuando lo perdiste? ¿cuál era su color exacto? ¿era rígido o blando? ¿cuánto medía?). Entonces el Enviado, que ha escuchado tu relato con expresión serena, traspasa la puerta que separa vuestros mundos y, tras unos minutos que se te antojan horas, trae tu objeto perdido de vuelta a la Tierra. Está frío, no huele como recordabas y tiene adherida una etiqueta con una numeración y un código extraños, circunstancias -todas ellas- que atribuyes a su breve paso por la galaxia opaca y misteriosa que da comienzo al otro lado de la puerta. Pero está sano y salvo y está "aquí". Lo tocas. Conserva su forma y su utilidad, y no puedes sino sonreír agradecida al Enviado. A veces (las peores), tras la espera, el Enviado llega con las manos vacías y te mira fíjamente a los ojos: "lo siento, no lo hemos encontrado". Entonces sabrás de inmediato que tu objeto está realmente perdido. Terrícolamente perdido. 

Me pregunto qué ocurrirá con estos lugares en el futuro... ¿Existirán dentro de cien o de mil años oficinas de Objetos Perdidos?  ¿Existirán, entonces, objetos que acariciar, que intercambiar o que perder? ¿Existiremos aún personas capaces de perder objetos? 

En realidad, yo misma, tú mismo, nuestros cuerpos -que aún existen-, son poco más que rústicas oficinas de objetos perdidos. Cuerpos amorfos, como el de la boa constrictor, que toman la apariencia de lo que engullen. Cuerpos en cuyo interior se agolpan caóticamente objetos, sentimientos y recuerdos perdidos u olvidados: las fotos del verano en el que aún sonreíamos, el disco que dejaste olvidado en mi casa, un libro subrayado, la luz de las tardes infinitas de junio en aquella terraza de mi niñez, las cartas -de amor, de amistad, de reproches- que alguna vez te escribieron y que aún conservas, algunas ideas, informaciones y datos, un entusiasmo o un proyecto que el paso del tiempo dejó olvidado o entumecido. Cuerpos que son (que somos) lo que otros fueron dejando en ellos y nunca volvieron a recoger. 


Comentarios

  1. Un texto muy melancólico y una pregunta que me lleva a una pequeña reflexión.
    "¿acaso no es el olvido lo que antecede a la pérdida, lo que la provoca?"
    A veces perdemos lo que olvidamos, pero eso no duele. Lo que duele es cuando no olvidamos lo que perdemos.

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